Las camelias del fuego...

Bajo la bóveda verde de un bosque enmarañado, un gran cirio de fuego ilumina de pronto la montaña. No hay peligro, sin embargo. Es sólo el sol que, en el ocaso, ha conseguido filtrarse entre los árboles y rebotar sobre los cristales de las fuentes, tiñendo de destellos de color el fluir de la cascada.

Mientras, unas cuantas camelias se deslizan monte abajo como en un tobogán, dejándose llevar por la corriente. Y delimitan a golpe de rosas y de fucsias las sombras oscuras de la orilla.


Las hay que recorren de esta guisa molino, lavadero y varias fuentes. Otras alfombran de pétalos cansados y hojas secas los rincones y veredas. O, a modo de mullidos almohadones de cretona, tapizan los bancos de hierro estilo “remordimiento español”, que es un nombre que se entiende en cuanto el viajero se apoya en el respaldo y enseguida se le clavan una nariz y dos cabezas, por ejemplo, bellamente repujadas, eso es cierto. Y el viajero siente mucho haberlo hecho.

Y a veces, a fines del invierno, se las ve reposar sobre una mesa de piedra muy bajita, en la que el primer dueño del pazo -el polítíco Montero Ríos, que también era bajito-, arregló más de una vez el mundo. Porque en Lourizán lo de andar sobre un lecho de flores no es metáfora. Al menos no lo es lo de caminar sobre un lecho de camelias.

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